Las calles del Soho son como el
decorado de una serie de televisión que ya ha terminado, tan bonitas y vacías,
que parecen irreales. Wall Street, un sepulcro. A Nueva York no se la calla ni debajo
del agua, ni de la nieve, ni siquiera azotada por un buen ciclón, porque
siempre hay un loco que lo desafía, o un bar que sirve chupitos a su nombre; o
porque el propio fenómeno retumba entre los edificios, reclamando su sitio. Es más
fácil describir un ruido que el silencio, sobre todo en un lugar que le es tan
ajeno. Quién imagina oír sus propios pasos a las cuatro de la tarde en Times
Square; que le dé las buenas tardes otro peatón, como si se lo topase paseando
por el monte, o por el pueblo. Cómo explicar que dé tanto miedo andar por el
West Village por la noche, sin un solo local abierto, con los guapos y las
guapas desaparecidos, los neones apagados y el sonido de la respiración a
través de la mascarilla como única compañía. Quién piensa en Broadway sin
teatro, en la Quinta Avenida sin compras, en Manhattan sin turistas.
La pandemia de coronavirus se está
ensañando con Nueva York, epicentro de tantas cosas en Estados Unidos, y
también de este virus atroz. El paciente cero de la ciudad se detectó el 1 de
marzo y este viernes se superaban los 1.800 muertos y los 57.159 contagios
confirmados, casi el doble que la semana pasada, uno de cada cuatro en todo el
país. Las tragedias forman parte del ADN de la ciudad más poblada del país. La
quemaron un par de veces durante la Revolución, la atacaron con dureza durante
la Guerra Civil y fue la cuna de la Gran Depresión; también ha sido víctima del
11-S y de un buen número de desastres naturales. Pero esta ha atacado
singularmente su identidad: el barullo, la multitud, los apretones, un estilo de vida callejero
exótico para buena parte de los estadounidenses y un caldo
de cultivo idóneo para los contagios.
Los datos de contagios por distrito,
hechos públicos este miércoles por el Departamento de Salud de la ciudad,
muestran cómo el virus está golpeando con más dureza a las zonas más humildes.
Ese día había alrededor de 616 casos confirmados por cada 100.000 habitantes en
Queens y 584 en el Bronx, frente a los 376 de Manhattan. Y dentro de Queens,
hay un par de códigos postales malditos, el 11.368, que cubre un área llamada
Corona —sí, se llama así—, y el 11.370, Elmhurst Este, con menor número
absoluto, pero mayor incidencia (12 por cada 1.000). El ingreso medio se esos
hogares se sitúan en los 48.000 dólares, frente a los 60.000 de media en el
conjunto de la ciudad, según los datos del censo.
Varios factores pueden pesar en la
diferente incidencia, como el número de pruebas que se realiza, aunque la
doctora Jessica Justman, epidemióloga y especialista en enfermedades
infecciosas del centro ICAP en Columbia, destaca el factor sociológico. “Tiene
sentido que las zonas de clase trabajadora sufran más exposición el virus, sus
puestos en servicios esenciales, comercios, etcétera, no han cerrado, como le
ocurre también al personal sanitario, y se mueven más; también suelen compartir
vivienda con más frecuencia”, apunta.
En esta zona cero de Queens se erige
el hospital Elmhurst, el más castigado por la pandemia, el que el presidente
Donald Trump citó el domingo para explicar su cambio de opinión y la necesidad
de prolongar el confinamiento. “He visto cosas que no había visto nunca, hay
cuerpos en bolsas en todas partes, en los pasillos, los meten en camiones
frigoríficos porque no pueden gestionar tantos cadáveres. Y está pasando en
Queens, en mi comunidad”, dijo desde la Casa Blanca.
Un imponente buque hospital del
Ejército ha atracado en la ciudad, se han levantado otros provisionales en el
recinto de ferias Javits, el complejo de tenis Billie Jean y hasta en Central
Park. Y 45 morgues móviles. Pero faltan materiales. El martes, el gobernador
del Estado, Andrew Cuomo, advirtió de que, al ritmo de nuevos pacientes
hospitalizados, solo quedaban respiradores para seis días. Una de las imágenes
más gráficas de esta crisis se vio la semana pasada, cuando Bill de Blasio, el
alcalde de la ciudad imperial, con una ristra de centros punteros en
investigación médica, fue a recoger en persona 250.000 mascarillas donadas a la
sede de Naciones Unidas.
Desde el brote, los mercados
financieros han vivido algunas de las peores jornadas desde la Gran Depresión,
pero a diferencia de entonces, no hay noticia de suicidio de ningún banquero en
Nueva York, aunque uno, Peg Broadbent, de 56, ha muerto de coronavirus; y otro,
Peter Tuchman, toda una institución en la Bolsa, ha dado positivo. El parqué
contrató su propio servicio médico para hacer pruebas a los brokers, pero
acabó cerrando el edificio el 23 de marzo y vació el barrio.
En algunas partes, parece como si la
ciudad se hubiese cerrado para que la pudiesen visitar en exclusiva en pequeños
grupos. Es lo que ocurre este miércoles por la tarde en Bryant Park, el
delicioso parque ubicado entre Times Square y la Biblioteca Pública de Nueva
York, donde solo indigentes se sientan en sus mesas. Rodeados de ellos, dos
chicos esbeltos sobresalen de la escena jugando a ping pong en manga corta,
como si fueran aquellos niños tirándose almohadas al final de la película Cero
en conducta, en rebelión inconsciente contra la autoridad.
Al atardecer, cuando acaban las
jornadas de teletrabajo, explota la vida por distintos puntos de la ciudad,
brotes de dolce vita incluso. Como el río de gente que hace
deporte al inicio del puente de Brooklyn, el tráfico en el sur de la isla o los
corredores y paseantes de perros y de niños junto al hospital de campaña que se
ha abierto en Central Park, enfrente del famoso centro Monte Sinaí, en el Upper
East Side, uno de los pedazos más selectos de Manhattan. David Allen, un
fotógrafo retirado que vive con su esposa periodista en el barrio, sale varias
veces al día con Marley, un pastor alemán de cuatro años. “No llevo máscara ni
guantes, pero tengo cuidado, no toco nada ni a nadie, intento no contagiarme,
si eso ocurre, espero curarme, si no, es que el destino lo quiere así, he
tenido una buena vida”, explica.
El virus no distingue entre
clases sociales, pero todo lo que ocurre antes y después de él, sí. Y pocos
sitios como Nueva York encarnan con tanta fiereza el relato dickensiano de las
dos ciudades. La prensa local ha publicado estos días que muchos sin techo
pasan las jornadas de confinamiento viajando sin rumbo en el metro, pero el
presidente de la Autoridad del Transporte Metropolitano, Pat Foye, ha aclarado
que no hay más que antes, simplemente los vagones van más vacíos y se les ve
más
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