En las calles de la Ciudad de México,
no hay rastro de la emergencia sanitaria decretada por el Gobierno la
noche del lunes, que restringe la operación de los negocios no básicos para la
población en tiempos de la cuarentena. La capital, con nueve millones en un
primer perímetro y más del doble sumada su periferia, es un fiel reflejo de
todo el país, que no es uno, sino dos. Está el México que se ha curado en
hospitales privados los primeros casos de coronavirus y el que aún amasa con
las manos tortas y tortillas en los puestos callejeros; el oficinista que
teletrabaja y el señor del carrito que vende chucherías junto al
limpiabotas. Los dos países conviven: los acomodados se han autoimpuesto el
aislamiento hace días, sin necesidad de la orden del Gobierno. Para los
segundos, la falta de un dólar es una comida menos. Las calles de la ciudad
estaban vacías después del anuncio como si fuera un domingo de lluvia, pero las
tiendas y los puestos ambulantes siguen abiertos. ¿Son negocios de primera
necesidad? Para el que vende, sí. Las voces que pregonan su mercadería suenan
aún, hora tras hora, poniendo la banda sonora a la ciudad más grande de
Latinoamérica.
Estado de emergencia se titula un
libro de Carlos Fazio que se vende en una tienda del centro de la capital. Los
quioscos cuelgan sus periódicos con esas mismas palabras. Pero la frase no
significa mucho. El presidente ha llamado a la voluntad de los vecinos, a
la bonhomía de los empresarios, para que la orden se cumpla, pero los
dependientes de las zapaterías, joyerías, boutiques, ferreterías, bares y
restaurantes ponen cara de ‘esto no es para mí’ y siguen su jornada. Unos
policías desayunan en la famosa Casa de los Azulejos, en el Centro Histórico.
Oigan, ¿este local no debería estar cerrado? “No, solo los bares, esto es un
restaurante”, se excusan. En realidad, es un gran centro comercial con
productos para satisfacer al más consentido en la noche de Reyes Magos. Cuatro
puertas más allá, otra pareja de policías desayuna en McDonalds. En el medio de
esta popular calle que conduce al Zócalo, otros dos agentes: ella dice que sí,
que muchas tiendas deberían estar cerradas. Él, que tiene un guante de látex
roto por completo, informa de que los comercios tienen un horario reducido.
Otro agente monta en bicicleta en la calle República Argentina, a la puerta de
una tienda de cuentas de plástico para hacer bisutería, que no es de primera
necesidad. “Debería estar cerrado, sí, pero nosotros no podemos hacer nada, eso
ya es bajo su responsabilidad”, asegura.
La noche del lunes y la mañana del
martes durante la conferencia de prensa del presidente Andrés Manuel López
Obrador se pidió a la población permanecer en sus casas. Se dio un paso
más. Se decretó la emergencia sanitaria, pero ningún dependiente ha
recibido orden de los patrones. A las once de la mañana, disciplinados como un
ejército, levantaron las cortinas de los negocios. Donde manda el hambre, no
hay decreto que valga. El Gobierno lo sabe bien, por eso lleva días moviéndose
en una paradoja: si cierra la actividad económica, condena a la miseria a la
mitad de la población; pero si dejan los negocios abiertos el virus se
extenderá como una mancha de aceite y los hospitales se convertirán en
morgues.
Lo que se ha adueñado de las calles
es el desconcierto. Unos locales están abiertos esperando las indicaciones de
la empresa; otros, poniendo el cartel de hasta nuevo aviso y los más combaten
el hambre mediante el ambulantaje. La cámara nacional de restaurantes, Canirac,
calcula que en las dos semanas anteriores han cerrado en México 6.000
restaurantes y temen que la cifra aumente. De hecho, así se ha ordenado. En
total, el sector reúne a 550.000 establecimientos, un 90% de ellos medianos o
pequeños. El peso de la industria en el mercado laboral representa el 8% del
total de empleados, es decir más de dos millones de trabajadores. “Es un
impacto muy fuerte, mucho más grave que hace diez años [con la epidemia de
influenza H1N1], y al extenderse un mes más, las pérdidas serán mucho más
acentuadas, habrá quienes desaparecerán porque 45 días [de paro] son
demasiados”, lamenta Francisco Fernández, presidente de Canirac.
Así se ha decretado, hasta el 30 de
abril. Dicen que las tiendas de alimentos pueden seguir operando, pero
alimentos es lo que venden miles de puestos en cada esquina. El de tortas,
huaraches, birrias, vampiros, tlayudas y tacos. Está el señor de los cocos, la
mujer de la fruta y los que venden dulces a las puertas de los colegios
cerrados desde el 20 de marzo. Son alimentos. Y si esos carritos pueden vender,
por qué no el de los helados, el de la miel, el del café, y el que recoge los
cartones y periódicos y el de los cordones de zapatos y el de las pilas, las
gafas, los cinturones o las fundas de los móviles. La pobreza en México
ahoga a la mitad de la población de un país con 127 millones de habitantes.
De nuevo el Gobierno juega con dos
barajas: ordena, pero no persigue. Habla de sanciones, pero a quién. ¿A la
famosa cadena de almacenes Sanborns, repartida por toda la ciudad, donde hoy
mismo se puede comprar un libro, un paraguas, una joya, un producto
farmacéutico o comer en el restaurante? ¿A los 7 Eleven, ¿también abiertos? ¿A
las grandes tiendas de moda? ¿A las tiendas de electrodomésticos Elektra? ¿O a
los boleros? ¿A la señora que vende gelatinas y flanes? A cuál de los dos
México van a sancionar.
Kilómetros al sur de la ciudad, las medidas de emergencia son también imposibles de acatar. En Xochimilco, el famoso barrio de las barcas turísticas, está a medio gas, pero sigue abierto. Los mercados están abastecidos, y las jugueterías, zapaterías, peluquerías y artesanías siguen abiertas. Vecino que pasa, vecino que saluda a María Aranda Molina, que toma una sopa de pasta bajo su sombrilla ambulante, como si fuera la dueña de esa esquina, donde lleva 20 años vendiendo artesanía. Confiesa que tiene miedo al bicho, a sus 62 años y con un marido en paro, diabético e hipertenso. En cuanto llega a casa, María se mete en el baño y se desinfecta. “Anda uno con miedo, pero la necesidad es más grande”
Kilómetros al sur de la ciudad, las medidas de emergencia son también imposibles de acatar. En Xochimilco, el famoso barrio de las barcas turísticas, está a medio gas, pero sigue abierto. Los mercados están abastecidos, y las jugueterías, zapaterías, peluquerías y artesanías siguen abiertas. Vecino que pasa, vecino que saluda a María Aranda Molina, que toma una sopa de pasta bajo su sombrilla ambulante, como si fuera la dueña de esa esquina, donde lleva 20 años vendiendo artesanía. Confiesa que tiene miedo al bicho, a sus 62 años y con un marido en paro, diabético e hipertenso. En cuanto llega a casa, María se mete en el baño y se desinfecta. “Anda uno con miedo, pero la necesidad es más grande”
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