Una pandemia que
llegó del extranjero y que se extendía rápidamente desde los puertos adonde
arribaban los pasajeros infectados –asintomáticos o no, sin ningún remedio
médico disponible que pudiese pararla, todos los habitantes confinados en sus
casas en chándal para evitar contagios, la paralización total
de la economía, el ejército vigilando las calles, médicos contagiados
trabajando hasta la extenuación, miles de fallecidos diarios sin enterrar
durante “muchos días porque quienes cavaban ya no daban abasto”… No es la
crónica del coronavirus que afecta al mundo. Es el relato que Procopio de
Cesarea realizó del brote de peste bubónica que asoló el mundo conocido entre
el 541 y 544: de China a las costas de Hispania. El estudio La plaga de
Justinià, segons el testimoni de Procopi, (La plaga de Justiniano según el
testimonio de Procopio) de Jordina Sales Carbonell, investigadora
de la Universidad de Barcelona, ha devuelto a la actualidad este
relato de hace 1.500 años con moraleja. “A día 1 de abril de 2020, determinadas
similitudes y paralelismos del comportamiento humano frente un virus y sus
consecuencias nos parecen tan cercanas y actuales que, a pesar de la
tragedia que estamos viviendo en primera persona, nunca podemos dejar
de maravillarnos de cómo se repite la historia” escribe esta arqueóloga e
historiadora del Institut de Recerca en Cultures Medievals de
la Universidad de Barcelona.
En el 541, durante
el reinado del bizantino Justiniano, se desató un brote de peste bubónica en el
imperio. “La alarma surgió en Egipto, desde donde la infección se expandió de
forma rápida y letal”. Procopio lo reflejó en su libro Sobre las
guerras, donde relataba las campañas militares de Justiniano por
Italia, África del Norte, Hispania... y cómo los soldados iban
extendiendo la pandemia por los distintos puertos a los que llegaban,
fundamentalmente de Europa, África del Norte, el Imperio Sasánida (Persia) y,
desde allí, a China.
Procopio,
como consejero del general bizantino Belisario, al que siguió en sus campañas,
se convirtió así en “testigo privilegiado” de una pandemia que recibió el
nombre de plaga de Justiniano: “Se declaró una epidemia que casi acaba con todo
el género humano de la que no hay forma posible de dar ninguna explicación con
palabras, ni siquiera de pensarla, salvo remitirnos a la voluntad de Dios”,
escribió el historiador bizantino. “Esta epidemia”, continuó, “no afectó a una
parte limitada de la Tierra, ni a un grupo determinado de hombres, ni se redujo
a una estación concreta del año [...], sino que se esparció y se cebó en todas
las vidas humanas, por diferentes que fueran unas personas de otras, sin
excluir ni naturalezas ni edad”. Así, la enfermedad no conocía limites, “hasta
los extremos del mundo, como si tuviese miedo de que se le escapara algún
rincón”.
Un año después de
ser detectada, la peste llegó a la capital del imperio, Bizancio
(actual Estambul), “asolándola durante cuatro meses”. “El confinamiento
y aislamiento eran totales”, describe Sales Carbonell, “pues era más que
obligatorio para los enfermos. Pero también se impuso una especie de
autoconfinamento espontáneo e intuitivamente voluntario para el resto, en buena
parte motivado por las propias circunstancias”. De hecho, “no era nada fácil
ver a alguien en los lugares públicos, al menos en Bizancio, sino que todos los
que estaban sanos se quedaban en casa, cuidando de los enfermos o llorando los
muertos”, según Procopio. Y lo hacían “con ropa cualquiera, como simples
particulares”, lo que la historiadora de la Universidad de Barcelona, traduce
con cierta sorna “como en chándal de la época”.
La economía,
mientras tanto, se derrumbaba: “Las actividades cesaron y los artesanos
abandonaron todos los empleos y los trabajos que llevaban entre manos”. Pero a
diferencia de hoy en día, las autoridades fueron incapaces de organizar unos
servicios esenciales. “Parecía muy difícil obtener pan o cualquier otro
alimento, por lo que, para algunos enfermos, el desenlace final de la vida fue
sin lugar a dudas prematuro, debido a la falta de artículos de primera
necesidad “, escribió el bizantino en Sobre las guerras. “Muchos
se morían porque no tenían a nadie que los cuidara”, ya que las personas que
atendían la emergencia “caían agotadas al no poder descansar y sufrir
constantemente. Por eso, todos se compadecían más de ellos que de los
enfermos”.
Vigilancia
en las calles
Justiniano, dada
la desesperada situación, distribuyó entonces “pelotones de guardias de palacio”
por las calles y nombró a su jefe de gabinete refrendario, el “cual con el
dinero del tesoro imperial e incluso poniendo de su propio bolsillo sepultaba
los cuerpos de los que no tenía nadie que se ocupara”. El mismo emperador se
infectó, aunque superó la enfermedad, y continuó gobernando durante más de un
decenio.
Los picos de
mortandad subieron de 5.000 a 10.000 muertos al día, e incluso más. De tal
manera que, “aunque en un primer momento cada uno tenía cuidado de los muertos
de su casa, el colapso y el caos se convirtieron en inevitables y los cadáveres
se lanzaban también a las tumbas de otros, a escondidas o con violencia”.
Incluso los ilustres, recuerda el Procopio, “permanecieron sin sepultar durante
muchos días”, así que “los cuerpos se amontonaron de cualquier manera en las
torres de las murallas”. No habría cortejos ni ritos funerarios para ellos.
Cuando finalmente
se superó la pandemia, surgió, recuerda la historiadora, un aspecto positivo:
“quienes habían sido partidarios de las diversas facciones políticas
abandonaron los reproches mutuos. Incluso aquellos que antes se entregaban a
acciones bajas y malvadas dejaron, en la vida diaria, toda maldad, pues la
necesidad imperiosa les hacía aprender lo que era la honradez”, en palabras de
Procopio, aunque al cabo de un tiempo volvieron a las andadas. “Este punto
justo de poesía nos hace vislumbrar el optimismo y la esperanza de que tal vez
nos permitirán salir adelante y no volver a tropezar de nuevo con la misma
piedra”, termina la experta más con ilusión que con certeza.
No hay comentarios:
Publicar un comentario