Acusaciones mutuas
sobre el origen del coronavirus; carrera precipitada por ver quién logra antes
una vacuna; expulsión de periodistas. La pandemia de la Covid-19 en
el mundo se ha convertido en el nuevo caballo de batalla –uno más– entre las
dos grandes potencias mundiales, apartados de momento los de la tecnología 5G y
su guerra comercial. Las relaciones entre ambos países han entrado en aguas
peligrosas en un momento delicado: lo peor de la enfermedad aún está por llegar
a EE UU, la economía china necesita recuperarse con urgencia de dos meses de
parálisis y sobre el mundo entero pende una grave incertidumbre.
En Washington,
Donald Trump lleva días hablando de “virus chino” en sus comparecencias diarias
ante la prensa. En Pekín, los medios oficiales y varios diplomáticos ponen en
juego cada vez más abiertamente la tesis de que el virus pudo llegar a China
traído de la mano de soldados estadounidenses que participaron en los Juegos
Militares de octubre en Wuhan, el foco original de la pandemia. En pleno
rifirrafe, Pekín ha anunciado la expulsión de, al menos, 13 periodistas
estadounidenses, en réplica a la salida forzosa de sesenta empleados chinos de
medios de su país en suelo estadounidense.
Para David Dollar,
experto en China del think tank estadounidense Brooking
Institution, la relación entre los dos países se encuentra en el peor momento
de los últimos 40 años y en esta crisis ambos tratan de desviar las
responsabilidades hacia el otro. “El Gobierno chino tardó mucho en reconocer el
problema y empezar a gestionarlo, algo que ahora están intentando esconder, y
la Administración estadounidense también reaccionó con lentitud. Sabiendo lo
ocurrido durante meses, no se preparó”, señala.
A principios de
febrero, el Gobierno en Pekín se encontraba ante una situación complicada.
Habían circulado numerosas informaciones sobre la mala gestión de la crisis en
Wuhan. Faltaban suministros y médicos en los hospitales. Llovían denuncias de
corrupción en el reparto de material protector, de personas que no lograban
recibir tratamiento.
Y en medio del
caos se anunció, el 6 de febrero, la muerte por Covid-19 del médico Li
Wenliang, un oftalmólogo que había intentado advertir sobre el peligro de
la epidemia cuando comenzaron los primeros casos y fue amonestado por ello por
la Policía. Su caso dejó en evidencia todas las grietas del sistema: el peso de
la burocracia; la tendencia a encubrir los problemas por miedo a reprimendas;
la prepotencia desde el poder –en este caso, un grupo de policías– hacia
quienes simplemente intentan contar la verdad. La furia y el dolor que
expresaron los ciudadanos en las redes sociales encontró a contrapié a los
líderes.
El inicio de la
epidemia “apuntó claramente a los defectos del sistema, y eso se percibió como
un riesgo. Así que, en los primeros días, la respuesta se centraba en cubrir
los fallos, echar la culpa de los errores al gobierno local, mostrar las
acciones decisivas que adoptaba el gobierno central. Era un mensaje interno,
más que cualquier otra cosa”, apunta Natasha Kassam, especialista en política
interna china del think tank australiano Lowy Institute.
Pero, a medida que
su curva de contagios se ha aplanado hasta desaparecer –desde el miércoles solo
detecta casos importados–, y se disparan las nuevas infecciones en Europa y
América, la propaganda ha pasado de la defensiva a la ofensiva. De un mensaje
interno a toda una campaña internacional para lavar el daño a su imagen que le
haya podido provocar el coronavirus. China siente que ha ganado la batalla a la
enfermedad, se ve fuerte y busca diluir cualquier vinculación con el estallido
de la epidemia y, por ende, con los errores del principio.
La idea que se
difunde en los discursos y los medios oficiales es que China ha sabido derrotar
al virus con eficacia. Que al adoptar medidas radicales de cuarentena
en la ciudad de Wuhan y toda la provincia de Hubei, a expensas de asestar
un terrible golpe a su economía, “dio tiempo al mundo a prepararse” para lo que
se venía encima. Las imágenes de envío de material y personal médico a países
donde la pandemia golpea especialmente fuerte, entre ellos Italia o España,
subrayan el mensaje de que China es una potencia responsable que apoya a países
que lo necesitan.
La campaña también
pone en duda la narrativa inicial de que la epidemia tuvo su foco en un mercado
de animales en Wuhan. La semana pasada, un portavoz del Ministerio de
Exteriores chino, Zhao Lijian, planteó en Twitter –censurada en China– la tesis
de la importación militar estadounidense. Desde entonces, en el país ha ido cobrando
impulso, en los medios oficiales y entre la población, la teoría de que Estados
Unidos está detrás del patógeno.
Simultáneamente,
en Washington, Donald Trump ha recogido el guante con su “virus chino”. Podría
parecer un ataque espontáneo, una estigmatización natural por parte del hombre
que llegó a la Casa Blanca a lomos de una retórica nacionalista y, en
ocasiones, xenófoba. Pero el estadounidense no se había referido de ese modo a
la Covid-19, al menos no con ese ahínco, al principio de la crisis. De hecho,
llegó a elogiar el modo en el que el régimen de Xi Jinping estaba lidiando con
el brote.
El gran punto de
inflexión llegó el 11 de marzo, cuando Trump se dirigió a la nación para
comunicar el veto a los viajes desde Europa y las líneas maestras de los
estímulos económicos que pensaba impulsar para contener el desplome económico.
Entonces ya remarcó que se trataba de un “virus extranjero” que se había
originado “en China”. A partir de entonces, el discurso se endureció y la
Covid-19 adquirió en sus intervenciones públicas una nacionalidad. El jueves,
una periodista le preguntó si no consideraba racista esa actitud, y el
neoyorquino respondió: “Lo llamo así porque viene de China”.“China ha dicho que
ese virus ha venido de los soldados estadounidenses y eso no puede ser”.
El giro en el
discurso de Trump no solo coincide con esas acusaciones chinas sin base, sino
también con el reconocimiento de la gravedad de la pandemia. Después de semanas
quitándole hierro, el presidente de EE UU ha admitido que con esta crisis se
enfrenta a algo equivalente a una guerra. Y esta pone en jaque el talón de
Aquiles de Estados Unidos, su sistema sanitario. Los repentinos ataques a China
y las polémicas racistas pueden ayudar a desviar la atención.
Mientras, el
gigante asiático se afana en enviar lotes de mascarillas y acumula el
agradecimiento de los Gobiernos que los reciben. “Cada vez más países reconocen
y aprenden de los métodos chinos en la lucha contra el virus. La victoria por
fases de China inspira a otros países muy afectados que atraviesan momentos
difíciles. Solo Washington sigue desacreditando histéricamente a China”,
sostenía esta semana el periódico Global Times, de corte
nacionalista.
El contraste de la
asistencia china con el discurso nacionalista de Washington puede convertir a
Xi Jinping en el ganador de la carrera de la propaganda, aunque David Dollar
considera prematura esa apuesta. “Lo importante es quién consigue poner el
virus bajo control, quién reconstruye antes la economía, la guerra de la imagen
la ganará quien obtenga mejores resultados y para eso faltan unos meses”,
apunta.
En ese contexto se
entiende también la carrera por hallar la vacuna contra el feroz SARS-Cov-2.
Cada noticia o anuncio de un país relacionado con la investigación de este
virus se ve respondido con lo mismo por parte del otro.
La doctrina
“América, primero” de Trump resulta incompatible en esta crisis con el viejo
papel de líder global. La cooperación entre estas dos superpotencias es, hoy
por hoy, una quimera. Las recesiones que se avecinan sobre las dos primeras
economías del mundo también dificultará un entendimiento que entierre la guerra
comercial.
Desde China se
entrevé ya un cambio. “El capital de Estados Unidos ha disminuido. Este virus
se ha convertido en un cisne negro, uno de esos fenómenos imprevisibles que
cambian por completo una situación. Las relaciones entre China y el resto del
mundo van a acercarse, y esto va a alterar el orden mundial. Exactamente cómo,
tendremos que esperar a verlo”, adelanta el profesor de Relaciones
Internacionales de la Universidad Renmin de Pekín Chen Xiaohe.
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