miércoles, 24 de junio de 2020

Por qué la glucosa juega un papel clave en la obesidad (y la diabetes)

Cuando comemos un pedazo de pan o un simple caramelo y vemos qué ocurre en nuestra sangre resulta que, a los pocos minutos, nuestros niveles de glucosa (comúnmente denominada “azúcar”) han subido.

¿Qué es lo que ha ocurrido mientras?

Acompañemos a la comida en su recorrido para averiguarlo.

A los pocos minutos de tragarnos ese pedazo de pan, éste llega ya digerido (por el estómago) al intestino delgado.

Las células intestinales absorben los nutrientes que contenía, entre los que se encuentra la glucosa.

Y dado que estas células están en contacto directo con el sistema circulatorio, inmediatamente se vierten a la sangre y se dirigen al hígado.

Como consecuencia la concentración sanguínea de glucosa (glucemia) se dispara.

Lo que viene a continuación es fácil de deducir.

La sangre transporta la glucosa hacia los órganos que la necesitan como “combustible”.

De este modo, pueden obtener la energía necesaria (ATP) para llevar a cabo todas sus funciones.

El problema surge cuando un exceso o un déficit de glucosa en el organismo conduce al desarrollo de patologías.

De ahí la importancia de mantener su equilibrio.

Es el ying y el yang de la glucosa.

El hígado y el páncreas controlan el suministro

Las células requieren un suministro permanente de glucosa para realizar sus funciones vitales.

Sin embargo, su aporte es discontinuo, limitado a las comidas.

¿Cómo resolverlo para garantizar que las células reciben constantemente azúcar sin comer a todas horas?

Existen detectores celulares en distintos órganos (hígado, páncreas e hipotálamo, entre otros) que vigilan la disponibilidad de glucosa.

El papel del hígado

Cuando es alta (por ejemplo, inmediatamente después de comer), el hígado puede almacenar parte en forma de glucógeno para "después", esto es, para cuando la glucosa escasee.

Como ocurre durante el ayuno entre comidas o mientras dormimos.

Entonces lo degrada y vuelve a obtener glucosa, que es liberada a la sangre para ser utilizada por otros órganos.

No acaba ahí su misión.

El hígado también convierte el exceso de azúcares en triglicéridos (grasa) y promueve su almacenaje en el tejido adiposo como reserva energética.

En momentos de ayuno prolongado, estos triglicéridos son hidrolizados y convertidos en ácidos grasos, que viajan donde se les necesita a través de la sangre para ser oxidados o degradados por las mitocondrias de las células y así producir energía.

El páncreas, clave del proceso

Por su parte, el páncreas juega un papel importantísimo en el equilibrio de los niveles de glucosa.

Se ocupa de detectar el exceso o déficit de glucosa, y responde en consecuencia fabricando y secretando hormonas que intentan restaurar el equilibrio.

La más conocida es la insulina, que se libera a la sangre cuando sube la glucemia y manda una orden contundente a las células: “captad glucosa sanguínea, que hay demasiada, y gastadla o almacenadla”.

Como consecuencia, el azúcar en sangre disminuye.

Hambre, saciedad y obesidad

Entretanto, en el cerebro, el hipotálamo permanece ojo avizor a los niveles de glucosa.

Este área del cerebro tiene asignada la importante misión de regular la ingesta controlando las sensaciones de hambre y saciedad.

Después de comer, su mensaje es: “hay mucha glucosa, así que necesitamos parar de comer; voy a activar la señal de saciedad”.

A la vista de todo lo que hemos expuesto, es fácil deducir lo que ocurre si ingerimos más comida (nutrientes) de la que “quemamos” (gasto energético).

El equilibrio se descompensa, retiramos hasta donde podemos la glucosa sobrante de la circulación y fabricamos grasa.

La consecuencia inmediata es que desarrollamos sobrepeso.

Y, si la situación se mantiene, obesidad.

En ocasiones, el equilibro se puede descompensar porque alguno de los pasos que hemos explicado está alterado.

Por otro lado, si los niveles de glucosa en sangre se mantienen altos incluso en periodos de ayuno (hiperglucemia), hablaremos de la existencia de diabetes.

Dos elementos clave

Existen dos puntos clave a nivel molecular para controlar el desarrollo de obesidad o de diabetes.

De un lado los sensores, esto es, dispositivos moleculares que se encuentran en las células que detectan los niveles de glucosa o el estado energético de la célula (niveles de ATP), respectivamente.

Ejemplos de éstos son las proteínas glucoquinasa (GCK), el transportador de glucosa 2 (GLUT2), la quinasa activada por AMP (AMPK), la quinasa con dominios PAS (PASK) o la diana de rapamicina en células de mamífero (mTOR).

De otro lado, debe generarse una correcta respuesta a la insulina, es decir, que las células sean capaces de identificar y responder a esta hormona adecuadamente.

De que respondamos adecuadamente a la insulina se encargan una serie de receptores de la membrana de las células, así como un conjunto de proteínas intracelulares (IR, IRS, PI3K, AKT, etc).

Si el mecanismo falla en algún punto, las células no responden a la insulina, y el azúcar sanguíneo sobrante no se elimina.

Es lo que se conoce como resistencia a la insulina.

La consecuencia es que la glucosa en sangre permanece alta y se desarrolla diabetes (diabetes tipo 2).

Diabetes tipo 2, compañera de la vejez

A lo largo de los años, las células envejecen, los mecanismos moleculares de respuesta a la insulina se deterioran y van perdiendo su funcionalidad, por lo que es frecuente desarrollar resistencia a la insulina y diabetes tipo 2.

Por eso es una enfermedad habitual de la tercera edad.

Incluso se puede adelantar en personas obesas.

En estos casos, lo que sucede es que el tejido adiposo, obligado a almacenar un exceso de grasa por encima de su capacidad, está hipertrofiado y alterado.

Como consecuencia, la respuesta a la insulina se ve mermada.

1 de cada 4

Para colmo, los tejidos son menos eficientes captando y gastando glucosa, lo que conduce a un aumento del azúcar en sangre (hiperglucemia) y, en consecuencia, diabetes tipo 2.

No es baladí, sobre todo si tenemos en cuenta que una de cada cuatro personas mayores padece diabetes tipo 2.

Es más, según la Sociedad Española de Geriatría y Gerontología el 40% de personas mayores de 65 años padecen diabetes (2,12 millones).

Esto supone un problema de salud grave dadas las numerosas complicaciones asociadas a esta enfermedad: problemas cardiovasculares, retinopatía diabética, nefropatías, neuropatía diabética, etc.

Investigación para el futuro

Por ejemplo, cada año aparecen alrededor de 386.000 nuevos casos de diabetes en la población adulta española.

De ahí la importancia de llevar a cabo estudios encaminados tanto a conocer sus mecanismos moleculares como a diseñar fármacos dirigidos a controlar los sensores de glucosa y nutrientes.

A eso precisamente lleva años dedicándose nuestro grupo de investigación, en la Universidad Complutense.

Concretamente estudiamos sensores y nutrientes a nivel del hipotálamo, el hígado y el tejido adiposo que ayuden a atajar una enfermedad responsable de una gran mortalidad y morbilidad en el mundo.

En los tiempos actuales, se ha añadido una nueva enfermedad infecciosa que, cuando afecta a enfermos de diabetes, produce un incremento en su severidad y mortalidad.

Nos referimos, claro está, a la covid-19.

La investigación de la interrelación entre ambas enfermedades se hace necesaria y urgente.

*María del Carmen Sanz Miguel, Ana Pérez García, Elvira Álvarez García y Verónica Hurtado Carneiro forman parte de un equipo de investigación de la Universidad Complutense de Madrid.

Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation y está reproducido bajo la licencia Creative Commons.

Situación de afectados debido al COVID - 19, al día 24 de Junio

De acuerdo al informe presentado por el Ministerio de Salud, hoy 24 de Junio se cumple el centésimo
 
día de emergencia nacional para frenar el contagio del coronavirus; la estadística desde que se anunciara el primer caso de COVID -19, a la fecha es la siguiente:
- Muestras totales: 1,561,653
- Casos positivos: 264,689 ( 64,401 PCR (+), 200,288 Rápida (+))
Internados hospitalizados: 10,599
- Pacientes con alta médica: 7,173
- Pacientes en UCI: 1,166
Fallecidos: 8,586
- Letalidad: 3,24%





martes, 23 de junio de 2020

Situación de afectados debido al COVID - 19, al día 23 de Junio

De acuerdo al informe presentado por el Ministerio de Salud, hoy 23 de Junio se cumple el centésimo
 
día de emergencia nacional para frenar el contagio del coronavirus; la estadística desde que se anunciara el primer caso de COVID -19, a la fecha es la siguiente:
- Muestras totales: 1,539,746
- Casos positivos: 260,810 ( 62,850 PCR (+), 197,960 Rápida (+))
Internados hospitalizados: 10,714
- Pacientes con alta médica: 6,938
- Pacientes en UCI: 1,144
Fallecidos: 8,404
- Letalidad: 3,22%




lunes, 22 de junio de 2020

Los nuevos virus crecen a un ritmo superior al que permite descifrarlos

Adelanto del libro ‘Un planeta de virus’, un recorrido del periodista científico Carl Zimmer por la frontera entre la vida y la muerte.

Sesenta y cinco kilómetros al sudoeste de la ciudad mexicana de Chihuahua se levanta una cordillera árida y desnuda que lleva por nombre sierra de Naica. En el año 2000, un grupo de mineros se abrió camino por una red de cuevas bajo las montañas. Al llegar a los mil metros de profundidad, dieron con un lugar que no parecía formar parte de este mundo. Desembocaron en una cámara que medía nueve metros de ancho y 27 de largo. Techos, paredes y suelos estaban recubiertos de cristales de aljez, translúcidos y lisos. Son numerosas las cuevas que acogen cristales, pero no como los de sierra de Naica. Los había que medían 11 metros y pesaban 50 toneladas. Aquellos no eran cristales de los que uno se coloca alrededor del cuello. Eran cristales que podían escalarse como si fueran colinas.

Desde su descubrimiento, unos pocos científicos han obtenido autorización para visitar esta cámara tan excepcional, ahora conocida como cueva de los Cristales. Entre ellos se cuenta Juan Manuel García-Ruiz, un geólogo de la Universidad de Granada. Sus investigaciones le permitieron datar la edad de los cristales. Se formaron 26 millones de años atrás, coincidiendo con el momento en que las montañas empezaron a moldearse a partir de la erupción de los volcanes. Las cámaras subterráneas adquirieron forma en el interior de las montañas y se llenaron de agua caliente mezclada con minerales. El calor desprendido por el magma volcánico mantenía el agua a unos 58 grados centígrados, la temperatura idónea para que los minerales se desprendieran del agua y formaran cristales. Durante cientos de miles de años, el agua se las ingenió para mantenerse a la temperatura óptima para permitir que los cristales crecieran hasta alcanzar un tamaño surrealista.

En 2009 le llegó el turno al científico Curtis Suttle de visitar la cueva de los Cristales. Suttle y sus colegas extrajeron muestras de agua de las piscinas de las cámaras y las trasladaron al laboratorio de la Universidad de Columbia Británica (Canadá) con el fin de analizarlas. Si reparamos en la especialidad de Suttle, este esfuerzo podía antojarse un despropósito. Suttle no tenía el menor interés profesional en los cristales, minerales o, ya puestos, en ningún tipo de roca. Se dedicaba al estudio de los virus.En la cueva de los Cristales no mora persona alguna susceptible de ser infectada por un virus. Ni siquiera hay peces. Durante millones de años, la cueva ha permanecido biológicamente sellada del mundo exterior. Sin embargo, la visita de Suttle merecía de sobra el esfuerzo. Tras preparar las muestras de agua cristalizada, las observó bajo el microscopio. Se encontró con virus, enjambres de ellos. Cada gota de agua extraída de la cueva de los Cristales contenía hasta 200 millones de virus.

Ese mismo año, la científica Dana Willner emprendió su propia cacería de virus. En vez de sumergirse en una cueva, optó por hacerlo en el cuerpo humano. Dispuso que una serie de individuos lanzaran esputos en una taza y, a partir de este fluido, ella y sus colegas extraían fragmentos de ADN. Acto seguido comparaban estos fragmentos con millones de secuencias almacenadas en bases de datos en línea. Buena parte del ADN era de origen humano pero muchos fragmentos procedían de virus. Antes de que Willner llevara a cabo su expedición, la comunidad científica había dado por sentado que los pulmones de las personas sanas permanecían esterilizados. Por el contrario, Willner descubrió que, de media, contenían 174 virus. Solo el 10 por ciento de las especies detectadas por Willner mantenía algún tipo de parentesco cercano con el conjunto de los virus catalogados hasta el momento. El 90 por ciento restante era tan extraño como cuanto acechaba en el interior de la cueva de los Cristales.

Allá donde los científicos posan la mirada están descubriendo nuevos virus

Allá donde los científicos posan la mirada —ya sea en las profundidades de la Tierra, en los granos de arena que el viento arrastra desde el Sáhara o en los lagos ocultos que reposan a un kilómetro y medio por debajo de los hielos de la Antártida— están descubriendo nuevos virus a un ritmo superior al que permite descifrarlos. Y la virología es todavía una ciencia joven. Durante miles de años, nuestro conocimiento de los virus se limitó a sus efectos en la enfermedad y la muerte. Hasta hace poco no aprendimos a vincular estos efectos a sus causas.

El propio término virus empezó como una contradicción. Lo heredamos del imperio romano, para el que tanto significaba el veneno de una serpiente como el esperma de un hombre. La creación y la destrucción unidas en una sola palabra.

Con el transcurso de los siglos, virus adquirió un nuevo significado: pasó a definir cualquier sustancia contagiosa susceptible de diseminar una enfermedad. Podía hacer referencia a un fluido, como la secreción de una úlcera. Podía hacer referencia a una sustancia que circulara de forma misteriosa por el aire. Podía incluso llegar a impregnar un trozo de papel, diseminando una enfermedad a partir del mero contacto dactilar.

La acepción moderna del término virus no empezó a cuajar hasta finales del siglo XVIII, servida por una catástrofe agrícola. Las plantaciones de tabaco de los Países Bajos se vieron asoladas por una enfermedad que dejaba a las plantas diezmadas, sus hojas reducidas a un mosaico de tejidos muertos y vivos. Tuvieron que desecharse plantaciones enteras.

En 1897, los granjeros holandeses solicitaron ayuda a un joven químico agrícola alemán, Adolph Mayer. Mayer estudió con detenimiento la plaga, a la que bautizó como “virus del mosaico del tabaco”. Analizó el ambiente en el que crecían las plantas: el terreno, la temperatura, la luz solar. Fue incapaz de hallar nada que distinguiera a las plantas sanas de las enfermas. Pensó que quizá las plantas eran víctimas de una infección invisible. Los científicos de las plantas ya habían demostrado la capacidad de los hongos para infectar tubérculos y otras plantas, por lo que Mayer buscó hongos en las plantas del tabaco. No encontró nada. Luego buscó gusanos parasitarios que pudieran estar infestando las plantas. No encontró nada.

Heredamos el término virus del imperio romano, para el que tanto significaba el veneno de una serpiente como el esperma de un hombre

Por último, Mayer extrajo savia de las plantas enfermas e inyectó algunas gotas en plantas del tabaco sanas. Las plantas sanas enfermaron. Mayer postuló que algunos patógenos microscópicos debían de estar multiplicándose en el interior de las plantas. Extrajo savia de las plantas enfermas y la incubó en su laboratorio. Colonias de bacterias empezaron a crecer. Alcanzaron semejante tamaño que Mayer fue capaz de verlas sin necesidad de recurrir al microscopio. Mayer injertó estas bacterias en las plantas sanas, preguntándose si propagarían la enfermedad del mosaico del tabaco. No hicieron nada parecido. Con este fracaso las investigaciones de Mayer llegaron a un punto muerto. El mundo de los virus quedó precintado.

Unos años más tarde, otro científico, el holandés, Martinus Beijerinck, reemprendió el trabajo de Mayer desde el punto en el que lo había dejado. Se preguntó si otra cosa que no fueran las bacterias podía ser la responsable de la enfermedad del mosaico del tabaco, quizá algo mucho más pequeño. Pulverizó plantas enfermas y pasó el fluido a través de un filtro muy fino que bloqueaba tanto a las células de las plantas como a las bacterias. Las plantas sanas enfermaron al injertárseles el fluido depurado.

Beijerinck filtró el jugo de las plantas recién infectadas y descubrió que podía seguir infectando más tabaco. Algo contenido en la savia de las plantas infectadas —algo de menor tamaño que las bacterias— era capaz de replicarse a sí mismo y propagar la enfermedad. En 1898, Beijerinck lo llamó “un fluido vivo y contagioso”.

Lo que fuera que transportara aquel fluido vivo y contagioso era diferente a cualquiera de las formas de vida conocidas por los biólogos. No solo era inconcebiblemente pequeño sino asombrosamente fuerte. Beijerinck podía añadirle alcohol al fluido filtrado y este seguía siendo infeccioso. Calentar el fluido hasta llevarlo cerca del punto de ebullición no le causaba daño alguno. Beijerinck empapó papel de filtro con savia infecciosa y lo puso a secar. Al cabo de tres meses, podía sumergir el papel en agua y emplear la solución para conseguir que enfermaran nuevas plantas.

En 1923, el virólogo británico Frederick Twort declaró sobre los virus: “Resulta imposible definir su naturaleza”

Beijerinck recurrió a la palabra “virus” para describir al misterioso agente dentro de su fluido vivo y contagioso. Fue la primera vez que se empleó en su concepción actual. En cierto sentido, sin embargo, Beijerinck lo usó para definir a los virus por lo que no eran. No eran animales, plantas, hongos ni bacterias. Decir con exactitud lo que eran quedaba fuera de sus capacidades.

Pronto quedó de manifiesto que el descubrimiento de Beijerinck no era más que un solo virus dentro de una gran variedad. A principios del siglo XIX, otros científicos emplearon el mismo método de filtros e infecciones para relacionar diferentes enfermedades con diferentes virus. Con el tiempo aprendieron a cultivar algunos virus fuera de animales vivos y plantas, utilizando únicamente colonias de células que crecían en platillos o frascos.

Pero estos científicos seguían sin ponerse de acuerdo sobre qué eran en realidad los virus. Algunos argumentaban que no eran más que sustancias químicas. Otros pensaban que se trataba de parásitos que crecían en el interior de las células. La confusión en torno al tema era de tal magnitud que los científicos ni siquiera se ponían de acuerdo sobre si los virus estaban vivos o muertos. En 1923, el virólogo británico Frederick Twort declaró: “Resulta imposible definir su naturaleza”.

Esta confusión empezó a disiparse gracias al trabajo de un químico llamado Wendell Stanley. Como estudiante de Química en los años veinte del siglo pasado, Stanley aprendió a combinar moléculas para generar patrones recurrentes, formando así cristales. Los cristales eran capaces de revelar cosas acerca de las substancias que, de otro modo, habrían permanecido ocultas. Los científicos podían lanzar rayos X a los cristales, por ejemplo, y observar la dirección que tomaban los rayos reflejados. Los patrones producidos por los rayos X ofrecían pistas sobre las moléculas en el interior de los cristales.

A principios del siglo XIX, los cristales ayudaron a resolver uno de los mayores misterios de la biología: la composición de las enzimas. Desde hacía mucho tiempo, los científicos sabían que las enzimas eran producidas por animales y otros seres vivos con el objetivo de desempeñar diversas tareas, como descomponer los alimentos. Al crear cristales a partir de enzimas, los científicos descubrieron que estaban compuestas de proteínas. Stanley se preguntó si los virus no serían también proteínas.

Para averiguarlo comenzó a intentar fabricar cristales a partir de virus. Se decantó por una especie bien conocida: el virus del mosaico del tabaco. Stanley recolectó el jugo de plantas del tabaco infectadas y luego lo pasó por filtros muy finos, a imagen de lo realizado por Beijerinck cuatro décadas antes. Para permitir que los virus cristalizaran en formas puras, Stanley procuró extraer cualquier tipo de componente del fluido vivo y contagioso, con la excepción de las proteínas.

“La vieja distinción entre vivo y muerto pierde parte de su validez”, señaló The New York Times en 1935

Después de obtener su brebaje destilado, Stanley observó la formación de pequeñas agujas en su interior. Luego crecieron hasta conformar láminas opalescentes. Por primera vez en la historia, una persona podía ver virus sin recurrir a microscopios.

Estos virus cristalizados eran tan resistentes como un mineral y estaban tan vivos como un microbio. Stanley podía conservarlos durante meses, como si se tratara de sal común en una despensa. Cuando más adelante les añadía agua, los cristales regresaban a su estado de virus invisibles y capaces de infectar a las plantas del tabaco con idéntica virulencia.

El experimento de Stanley, publicado en 1935, asombró al mundo. “La vieja distinción entre vivo y muerto pierde parte de su validez”, señaló The New York Times.

Sin embargo, Stanley también había cometido un error pequeño y profundo. En 1936, los científicos británicos Norman Pirie y Fred Bawden descubrieron que los virus no estaban compuestos puramente de proteínas, solo en un 95 por ciento. El 5 por ciento restante consistía en otra molécula, una sustancia misteriosa y en forma de cadena llamada ácido nucleico. Más adelante los científicos descubrirían que el ácido nucleico formaba parte del material genético, conteniendo las instrucciones para la formación de proteínas y de otras moléculas. Nuestras células almacenan sus genes en ácido nucleico de doble cadena, llamado ácido desoxirribonucleico, o ADN para simplificar. Muchos virus también presentan genes basados en el ADN. Otros virus, como es el caso del virus del mosaico del tabaco, cuentan con ácido nucleico de una sola cadena, llamado ácido ribonucleico o ARN.

Cuatro años después de que Stanley cristalizara los virus del mosaico del tabaco, un equipo de científicos alemanes pudo al fin observar los virus de forma individual. En los años treinta del siglo pasado, unos ingenieros inventaron una nueva generación de microscopios bajo los que se observaban objetos mucho más pequeños de lo hasta entonces posible. Gustav Kausche, Edgar Pfannkuch y Helmut Ruska mezclaron cristales de virus del mosaico del tabaco con gotas de agua destilada y colocaron el resultado bajo uno de los nuevos instrumentos. En 1939 anunciaron que habían observado unas varillas minúsculas, de una longitud en torno a los 300 nanómetros. Nadie había observado jamás, ni remotamente, un organismo vivo tan diminuto. Para tomar conciencia del tamaño de los virus, deposite un único grano de sal encima de la mesa. Obsérvelo con detenimiento. A lo largo de uno de sus lados se podrían alinear diez células de la piel. En él cabría una fila de un centenar de bacterias. Y en esa misma longitud, podría albergarse una hilera de un millar de virus del mosaico del tabaco.

Los científicos no podían imaginar que el genoma humano está parcialmente compuesto de millares de virus que en su día infectaron a nuestros ancestros

En las décadas posteriores, los virólogos se consagraron a diseccionar los virus, a cartografiar su geografía molecular. Aunque los virus contienen ácido nucleico y proteínas, igual que nuestras células, los científicos descubrieron numerosas diferencias entre las estructuras de los virus y las células. Una célula humana está abarrotada de millones de moléculas diferentes, a las que recurre para reconocer el entorno, desplazarse, alimentarse, crecer y decidir si se divide en dos o se suicida por el bien de sus hermanas. Los virólogos encontraron que, por sistema, los virus se comportaban de un modo mucho más sencillo. Su configuración básica era la de una cáscara de proteínas que acogía a un puñado de genes.

Los virólogos descubrieron que los virus podían replicarse a sí mismos, pese a lo rudimentario de su manual genético, a base de apropiarse de otras formas de vida. Procedían inyectando sus genes y proteínas en una célula huésped, que a continuación manipulaban de cara a que produjera nuevas copias de ellos. Bastaba que un virus penetrara en una célula para que, al cabo de un solo día, salieran mil virus de la misma.

Alcanzados los años cincuenta del siglo pasado, los virólogos ya habían desentrañado este procedimiento. Ahora bien, estas conclusiones no significaron la interrupción de la virología. Para empezar porque sabían muy poco acerca de las múltiples maneras en que los virus podían infectarnos. Desconocían los motivos por los que el virus del papiloma provocaba que a algunos conejos les salieran cuernos o centenares de miles de cánceres. Desconocían por qué algunos virus eran mortales y otros relativamente benignos. Tenían pendiente averiguar el modo por el cual los virus sorteaban las defensas de sus huéspedes y cómo podían evolucionar a una velocidad sin parangón en el planeta.

En los años cincuenta del siglo pasado, no eran conscientes que un virus, al cual más adelante se bautizaría como VIH, había comenzado su expansión de los chimpancés y los gorilas a la especie humana, ni que al cabo de tres décadas se habría convertido en uno de los más letales asesinos de la historia. No podrían haber concebido el número abrumador de virus que campan por la Tierra; no podrían haber intuido que los virus contienen buena parte de la diversidad genética de la vida. Se les escapaba que los virus ayudan a producir una parte sustancial del oxígeno que respiramos y a regular el termostato del planeta. Y ciertamente no habrían podido imaginar que el genoma humano está parcialmente compuesto de millares de virus que en su día infectaron a nuestros ancestros, ni que la vida, tal y como la concebimos, pudo haber tenido su origen en virus que se remontaban a 4.000 millones de años atrás.

Ahora los científicos saben todo esto o, para ser más precisos, son conscientes de ello. Ahora reconocen que, de la cueva de los Cristales al mundo interior de los seres humanos, la Tierra es un planeta de virus.

Este texto es un extracto de Un planeta de virus, un libro del periodista científico estadounidense Carl Zimmer publicado originalmente en 2011, reeditado en 2015 y traducido ahora al español por la editorial Capitán Swing. Traducción de Antonio Lozano

Situación de afectados debido al COVID - 19, al día 22 de Junio

De acuerdo al informe presentado por el Ministerio de Salud, hoy 22 de Junio se cumple el nona
gésimo noveno 
día de emergencia nacional para frenar el contagio del coronavirus; la estadística desde que se anunciara el primer caso de COVID -19, a la fecha es la siguiente:
- Muestras totales: 1,517,930
- Casos positivos: 257,447 ( 61, 754 PCR (+), 195,693Rápida (+))
Internados hospitalizados: 10,714
- Pacientes con alta médica: 6,938
- Pacientes en UCI: 1,144
Fallecidos: 8,223
- Letalidad: 3,19%


domingo, 21 de junio de 2020

Chile casi duplica los muertos por coronavirus al considerar también los casos sospechosos

Las víctimas pasan de 4.075 a más de 7.000 para “tener una visión completa del impacto que está teniendo la tendencia en relación a los fallecidos", dijeron las autoridades

una semana del cambio de ministro de Salud en medio de una crisis de credibilidad en torno a las cifras de fallecidos por la covid-19, el Gobierno chileno ha informado por primera vez de 3.069 casos de probables muertes por el virus, es decir, que no tienen confirmación de un examen de PCR, pero donde hubo síntomas atribuibles a la enfermedad. Sumado a los casos ratificados en laboratorios –4.075–, los decesos causados por la pandemia en el país sudamericano se elevan a 7.144, de acuerdo a los registros del Departamento de Estadísticas e Información de Salud (DEIS) adelantados este sábado en la rueda de prensa diaria de las autoridades sanitarias.

Incluir a los casos probables era una petición antigua de los expertos, centros de estudios y sociedades científicas. Jaime Mañalich, que fue ministro de Salud hasta hace una semana, a comienzos de mes señaló que se comenzarían a informar los fallecimientos con PCR pendiente, lo que no se concretó, sino hasta hoy. El ministerio indicó que Chile seguirá informando diariamente de los casos confirmados, pero que una vez a la semana se indicará el número de fallecimientos sospechosos de la covid-19. Según el jefe de Epidemiología del ministerio de Salud, Rafael Araos, se dará a conocer este número con el objetivo de “tener una visión completa del impacto que está teniendo la tendencia en relación a los fallecidos”, pero que este tipo de casos pueden ir variando luego de que se descarte o no el diagnóstico. De acuerdo a Araos, los números que se usan para las estimaciones globales son los de las muertes confirmadas.

Para el nuevo ministro de Salud, Enrique Paris, que ha realizado diversos esfuerzos por la transparencia, “cuesta a veces encontrar esos pacientes que han fallecido porque estaban sin PCR positivo”. “No podemos aceptar esa crítica de estar ocultando información, al contrario”, indicó Paris, que este sábado apareció acompañado por el rector de la Universidad de Chile, la pública de mayor importancia en el país, el médico Ennio Vivaldi. El ministro lo ha hecho desde que arribó a su cargo: en un gesto de apertura –un déficit de su antecesor Jaime Mañalich, según los críticos–, ha comparecido a diario junto a expertos de instituciones y grupos transversales.

Paris tiene al frente un escenario complejo: Chile ha confirmado este sábado 5.355 nuevos casos positivos, con los que los contagiados confirmados a nivel nacional desde el 3 de marzo llegan a los 236.748. De acuerdo a la universidad estadounidense Johns Hopkin, Chile es el noveno país con mayor cantidad de casos de covid-19 confirmados, pero superado por naciones que sobrepasan con creces su población de 18 millones de habitantes. En Latinoamérica, solo lo superan Brasil y Perú en cantidad de enfermos totales. Santiago, la capital, se encuentra en una situación crítica. En cuarentena total desde el pasado 15 de mayo, que solo ha logrado reducir parcialmente la actividad, tiene un 96% de las camas críticas ocupadas.

A nivel nacional son ochos millones y medio de personas las confinadas. Solo hay una región –Aysén, en el extremo sur– que no tiene muertos por el virus. Pero, aunque Chile lidera la realización de exámenes PCR a nivel regional -con 943.593 test totales a la fecha, la estrategia ha fallado en trazabilidad y aislamiento de los contagiados, sobre todo en los sectores vulnerables y hacinados de las grandes ciudades. Con altos niveles de trabajadores informales y por cuenta propia, el Gobierno ha implementado dos planes por unos 17.105 millones de dólares, equivalentes al 6,9% del PIB, para ayudar a que las familias se queden en sus casas. Hace una semana, además, el Ejecutivo y buena parte de la oposición acordaron un plan económico por hasta 12.000 millones de dólares de recursos frescos para la protección social y la reactivación. La fuerza de la pandemia, sin embargo, no ha logrado aquietar el polarizado ambiente político que tiene Chile, sobre todo luego de las revueltas sociales de octubre. El alcalde comunista por el municipio capitalino de Recoleta, Daniel Jadue, presentó ayer una querella criminal contra el exministro de Salud Jaime Mañalich y el presidente Sebastián Piñera, por su presunta responsabilidad en el fallecimiento de 62 pobladores de su comuna en el marco de la crisis sanitaria